El
redescubrimiento en los años ochenta de una galerías que discurrían bajo el
cuerpo de la Esfinge de Gizeh parece dar la razón a los cronistas
antiguos y modernos que defendieron su existencia. Ahora la Egiptología debe
evaluar hasta qué punto son ciertas las leyendas que atribuyen al subsuelo de
la meseta de Gizeh la posesión de un entramado de galerías con los tesoros
materiales y psíquicos de civilizaciones legendarias.
Aquella mañana de septiembre, muy temprano,
desde la ventana del hotel, presencié cómo la niebla comenzaba a disiparse por
la meseta de Gizeh. Ya se podía observar las cimas de las tres pirámides. Cogí
el material que había amontonado sobre la cama y me dispuse a caminar hasta la
meseta.
El lugar, casi vacío después de los últimos
atentados terroristas, daba pie a pensar que el trabajo iba a resultar
tranquilo. Tras veinte minutos a pie, ante mis ojos se encontraba, majestuosa
como siempre, la Esfinge de Gizeh.
Auténtico logotipo de la cultura faraónica, Abu-el-Hol o Padre del terror tal y como la llaman los actuales egipcios, este león larguirucho mantiene en silencio uno de los secretos mejor guardados de la civilización egipcia. Aunque a ciencia cierta se desconozca la fecha de su construcción y a quien representa, suele vincularse más mal que bien con el faraón Kefrén de la IV dinastía (ca. 2550 a. C.).
La popularidad que siempre la rodeó ha
motivado que tan ilustre monumento haya protagonizado las leyendas más bellas y
a la vez, los espectáculos luminotécnicos de peor gusto a los que uno pueda
asistir.
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